por Treznor el Orate
6:30 am
Ve a
la tienda por una barra de mantequilla. Sí, mamá. Cinco pesos. En la calle. El
perro del vecino ladrando. ¿Qué nunca se calla? Perro tonto. Corría ese día
como loco, recuerdo. Corrió hacia mí y me ladró con no muy buenas intenciones.
Déjame. Te arrepentirás si me muerdes. Ese día no. Estaba encerrado. Coraje de
frustración. Que se aguante. Como el dueño. El ruido de un carro con problemas
de tiempo: cascabeleo: mi calle es una subida. Mi vecinito sangrón asomándose
por la ventana. Qué te importa a dónde voy. No recuerdo la última vez que
jugamos juntos. Seis años. Primero de primaria. Ahora: quinto de primaria. La
maestra me cae bien. Materia de español e historia: Miguel Hidalgo, 1810, el
diptongo, los pronombres. La calle de la tienda. No me gustan los deportes. Me
siento mal al no complacer a mis compañeros, son demasiado toscos y me hieren.
La tienda “el norteñito”. ¿Hay barras de mantequilla, señor? ¿De cuál quieres?.
De la que sea. ¿Seguro?. No importa. ¿Cuánto cuesta? Tres cincuenta. No me de
bolsa, así está bien. Detergente. Refrescos. Sabritas. Marinela. No me alcanza
para lo que quiero. Hola, señora. Estoy bien gracias. También mi mamá. En la
calle, el ruido de los coches. Gente por todos lados. Semáforo en rojo. Gente
cruzando. Dos carriles por cada lado, amontonándose en ambos sentidos.
Apurados, presionados, estresados. Sol, bastante sol. Ni una sola nube. Al lado
derecho azulea el Cerro de la Silla, al frente la sierra de Chipinque, brilla
el cielo como nunca y hace un calor de cuarenta grados. Estoy todo sudado.
Semáforo en verde. Los carros avanzan. Un niño corriendo. Rechinido de llantas.
¡Cuidado! Tarde. Un golpe seco. Sangre sobre mi cuerpo, en la orilla de la
banqueta. Frente a mis ojos aparece una imagen terrible. La gente corre y se acerca
y se arremolina: un niño destrozado, su brazo descuartizado, un charco de
sangre en el suelo, vísceras reventadas, el cráneo deformado, la cara tumefacta
y amoratada, ojos abiertos y sin brillo. Casi de mi edad, el terror, la piedad,
el sopor y la confusión, la consciencia
fuera de mí, mis movimientos automáticos, una madre llorando, mis emociones se
agolpan hipnotizado por la sordidez de la escena. Varias personas alrededor
mío. Me jalan. Me quitan. La mantequilla sobre mi mano. El olor. Mi madre. Yo
niño. ¿Cuándo fue la última vez que me pelee en la escuela? Llorar. No. Reír.
El color rojo de la sangre sobre mi cuerpo. El olor de mantequilla y llanta
quemada. El carro lo conducía una señora que llora histérica ante un mundo de
gente. Pobre. La vida: terrible. Dios: injusto. Vulnerabilidad existencial.
Terror de vivir. Angustia sartriana. ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Para qué
estamos hechos? ¿Cuál es el sentido de mi existencia? Tristeza. No me quiero
mover. No quiero que me lleven a mi casa. Quítense. ¿Cuál es la verdadera
realidad existencial de un niño de diez años como yo? Los adultos no nos
protegen. Afectación para toda la vida. La vida no es sólo lo que nos enseñan
los adultos. En la vida hay destrucción, violencia, crueldad, sadismo,
aberraciones y amoralidad. Se falsea la existencia. Hay que estar preparados
para la vida. Hay que saber confrontar la violencia cotidiana. Hay que ser
fuerte. No como yo fui en ese momento. La vida eterna no le sirvió de nada a
aquella masa amortajada que quedo en el pavimento, ni tampoco le sirvieron los
sermones, ni la biblia, ni Jesucristo, y murió como perro, sin misericordia. Y
desde ese momento decidí que a mí no me pasaría lo mismo.
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